SAVONAROLA: UN PROTESTANTE ANTERIOR A LA REFORMA

Por Samuel Vila

Reforma Siglo XXI, Vol. 19, No. 2

En el año 1452 nació Jerónimo Savonarola, quien se dedicó de muy joven al estudio de la Filosofía. Re- chazado en un amor juvenil, entró en un monasterio dominicano y se hizo predicador.

Al principio sus sermones no tenían mucho éxito, hablaba en la terminología del escolasticismo, sin que le entendieran sus oyentes. Pero dejó la teología por la religión, y Aristóteles por la Biblia. Lentamente creció en el poder de expresarse   y de conmover a sus oyentes. A la edad de 28 años ingresó en el Monasterio de S. Marcos, de Florencia, famoso por sus antigüedades y el rigor de su disciplina.

Florencia entonces, aunque república de nombre, obedecía a Lorenzo de Médicis, como un dictador. Este usaba los fondos del Estado para sus extravagancias privadas y vivía una vida depravada.

Savonarola se sublevó contra la corrupción pontificia de sus días. Sin temor expresó la indignación que sentía, no solamente a los alumnos de su escuela, sino también en una convención de su orden en Reggio. En esta asamblea y en predicaciones que hizo en varios pueblos de Italia por ese tiempo, afirmó que la Iglesia iba a ser castigada y regenerada. En todas partes fue saludado por inmensos auditorios y durante la cuaresma de 1491 sus predicaciones fueron traslada- das a la catedral de Florencia por ser la iglesia del Convento demasiado pequeña para los que querían oírle.

No se limitó a exponer la corrupción del clero; lanzó también sus anatemas contra la tiranía de Lorenzo de Médicis. Este, esperando cambiar el ánimo del predicador por su presencia, asistió a las predicaciones y mandó grandes cantidades de dinero al monasterio del cual Savonarola había sido nombrado abad. El dinero fue recibido y distribuido entre los pobres y Lorenzo recibió una contestación que decía: “Un perro fiel no deja de ladrar en defensa de su amo porque le echen un hueso”.

Savonarola continuó sus predicaciones y profetizó en el púlpito y en presencia del mismo Lorenzo que este, el rey de Nápoles y el Papa iban a morir dentro de poco por sus peca- dos. Y en verdad; al poco tiempo el Magnífico se encontraba moribundo. Al encontrarse cerca de la muerte, llamó a un sacerdote y recibió la absolución; pero su alma seguía atormentada. Recordando la sinceridad de Savonarola pensó que la absolución de este valdría más que la del sacerdote que le había absuelto y lo mandó llamar.

El fiel sacerdote le dijo que eran tres las condiciones de su salvación.

Primera: Fe en la misericordia de Dios en Cristo.

—La tengo —contestó el Magnífico.

Segunda —le dijo Savonarola—: Devuelve el dinero mal adquirido y encarga a tus hijos hacer lo mismo.

Lorenzo no esperaba condición tan dura, pero prometió cumplirla.

Y ahora —exclamó Savonarola levantándose sobre el moribundo—: Tienes que restaurar sus libertades al pueblo de Florencia.

Lorenzo, al oír esto volvió la espalda sin dar respuesta, y poco después murió, rebelde hasta el fin.

Tres meses después, el Papa Inocencio VIII murió también. La muerte de estos dos personajes, inmediata a la profecía de Savonarola, elevó mucho su fama en la opinión popular.

El sucesor de Lorenzo fue Pedro de Médicis, el cual quedó destronado por una revolución popular, constituyéndose una república en la que Savonarola tuvo una parte importan- te como consejero. Se estableció una verdadera democracia en conformidad con la moral cristiana más estricta. Su programa incluía cuatro puntos:

  • Predicar el temor de Dios y la reforma de las costumbres.
  • Poner el bien público en preferencia sobre cualquier interés particular.
  • Perdonar a todos los enemigos del gobierno anterior.
  • Hacer que el pueblo entero eligiera sus magistrados y formara sus leyes.

Savonarola pudo ver realizadas todas estas reformas sin verter una sola gota de sangre. El pueblo entero estaba conmovido de amor al bien y a la justicia por la elocuencia de este insigne predicador. Las mujeres dejaban sus joyas y vestidos lujosos.

Jóvenes que habían sido esclavos de nefastos vicios se transformaron en hombres piadosos. Se oían himnos en las calles en lugar de los cantos obscenos de tiempos anteriores, y se veían en las tiendas y plazas a las gentes en corro, en sus ratos desocupados, leyendo y oyendo leer las Sagradas Escrituras o los sermones de Savonarola. Banqueros y comerciantes devolvían sus ganancias ilícitas y todos asistían con frecuencia a las iglesias. Esta reforma de costumbres llegó a su colmo en los días de carnestolendas de 1497 cuando siguiendo los consejos de Savonarola, en lugar de los jolgorios acostumbrados en este tiempo se hizo un montón en la plaza central de Florencia de objetos de vanidad. Allí se juntaron máscaras, vestidos de carnaval, pelucas, postizos, libros obscenos, etc., y al canto de himnos piadosos quemaron todo aquello.

Pero el nuevo gobierno tuvo sus dificultades. En la misma Florencia había tres partidos. Los piagnone, o sea, los convertidos por las predicaciones del gran servidor de Dios, que favorecían a Savonarola y a la República; el partido político opuesto, los bigí que deseaba el regreso de Pedro de Médicis, y otro partido que, más que por convicción política, por su falta de piedad religiosa, resistía el puritanismo de Savonarola y deseaba el libertinaje de antes: era el de los arrabbiati. También los príncipes de los demás estados italianos, viendo un peligro para ellos mismos en la ejemplar república florentina, trataban de hacer regresar a Pedro de Médicis. El mismo Papa tomó parte en estas conspiraciones, prohibiendo a Savonarola el predicar. Savonarola obedeció por un tiempo dedicándose a escribir libros y tratados. Su obra literaria es considerable. Escribió sobre Filosofía, sin quedar atrás de los mejores pensadores de la época. En Teología asentó la doctrina de la salvación por la fe, no por las buenas obras; y en moral cristiana, basando esta solamente en las enseñanzas del Nuevo Testamento y no en tradiciones y costumbres. Entre sus libros debe mencionarse “El triunfo de la Cruz” que presenta la doctrina de la salvación al igual que los mejores predicadores evangélicos de cualquier época.

A repetidos ruegos de los ciudadanos de Florencia se consiguió el permiso del Papa para que Savonarola predicase en la cuaresma, y pensando cohecharle le ofreció, junto con el permiso, el birrete de cardenal. En lugar de aceptarlo, Savonarola dirigió sus sermones en esta cuaresma directamente contra el Papa y el sistema de penitencias a base de indulgencias de la iglesia romana.

“¡Dios no quiere ayunos —decía—, sino que evitéis el pecado en vuestra vida! Huid de Roma, porque Babilonia significa confusión, y Roma confundió las Sagradas Escrituras… Confundir la virtud con el vicio es confundirlo todo… Huid de Roma y venid al arrepentimiento…”

Tales son algunas de las frases del gran predicador florentino que le hicieron ganar más y más la confianza del pueblo. De Alemania Inglaterra y Francia llegaron cartas preguntando por la nueva enseñanza. El mismo Sultán de Turquía mandó traducir los sermones de Savonarola a su idioma.

El Papa le mandó callar otra vez; pero en este tiempo la peste negra hacía sus estragos en Italia y Florencia, y las predicaciones de Savonarola parecían necesarias para tranquilizar el ánimo del pueblo. La mayor parte de los ciudadanos huyeron de la ciudad, pero Savonarola quedó predicando a los afligidos, cuidando los enfermos y consolando a los moribundos con la Palabra de Dios. El Papa no toleró más esa desobediencia y le excomulgó.

Los florentinos querían a Savonarola, pero el interdicto significaría la confiscación de los bienes de los florentinos repartidos por todo el mundo y la ruina del comercio de que vivía la ciudad. Por un tiempo las autoridades se mantuvieron firmes. Savonarola continuaba sus predicaciones y escribía cartas a los emperadores y reyes de Europa incitándoles a convocar un concilio general para deponer al Papa y reformar la Iglesia.

Casi todas estas cartas cayeron en manos del mismo Alejandro VI y la situación se hizo más difícil para Savonarola.

El pueblo, cansado de la lucha que ponía en peligro sus intereses, vio una solución en la prueba de las ordalías de fuego. Partidarios de Savonarola y de los franciscanos, sus opositores, debían pasar conjuntamente a través de una hoguera de 60 metros de largo. Demostrarían tener razón en sus creencias los que salieran vivos de la prueba. Todo el día estuvieron disputando sobre detalles del acto. Afortunadamente para franciscanos y dominicos, las nubes, sin necesidad de milagro, lanzaron sobre Florencia una espesísima lluvia que haciendo imposible la prueba disipó la reunión.

El fracaso de la prueba fue achacado a Savonarola. Una persona sensata hubiera podido decir que el fanatismo hacía perder a todos la cabeza, pues cuando los verdaderos servidores de Cristo han querido probar su fe les ha bastado el testimonio de las Sagradas Escrituras, sin la temeraria idea de tentar a Dios, repudiada por Cristo en el caso de su propia tentación en el desierto.

PRISIÓN Y MUERTE DE SAVONAROLA

Al día siguiente el magistrado de Florencia decretó que Savonarola debía salir del territorio de la República en el término de 12 horas. El pueblo atacó el convento de San Marcos y metieron a Savonarola en una cárcel.

Alejandro VI mandó cuatro breves para felicitar y dar las gracias a los que habían cooperado a la prisión de los excomulgados, haciendo grandes promesas al magistrado de Florencia si quería mandar los presos a Roma.

Durante diez días atormentaron a Savonarola poniéndole carbones encendidos debajo de los pies.

El 9 de abril de 1498 le juzgaron, presentándole las declaraciones arrancadas en el tormento. Savonarola declaró que no podía responder sino de aquello que él había escrito estando en libertad y todos los medios para que firmase las acusaciones de sus enemigos fueron inútiles.

El 23 de mayo, Savonarola y dos de sus mejores discípulos, Silvestre y Bonviccini, frailes de su convento, fueron lleva- dos a la plaza pública sobre un tablado cubierto de materias combustibles. Hiciéronles, primeramente, la ceremonia de degradación. El obispo de Vaisón tomó a Savonarola por la mano y le dijo:

—Te separo de la iglesia militante y de la iglesia triunfante.

—De la iglesia triunfante, no —contestó Savonarola—, esto no está en vuestro poder. Llegados al cadalso se arrodillaron para orar a Dios.

Encendieron la hoguera y colgaron de la horca que se alzaba sobre ella a fray Silvestre, que murió el primero entonando el versículo del salmista. “En tus manos, Señor, encomiendo mi alma”. Después tocó el turno a Bonviccini, que dio las mismas muestras de piedad y ánimo esforzado. Reservaron a Savonarola para el último, a fin de que viera las supremas convulsiones de la agonía de sus dos amigos. Sostenido por la esperanza de la vida eterna no decayó en su firmeza ni dejó escapar palabra alguna de abjuración o de protesta.

Algunos historiadores pretenden que dijo antes de morir:

“¡Ah, Florencia, qué haces tú hoy!”

Los mejores “Piagnone”, reconociendo en este santo varón, excomulgado por la Iglesia, el medio de su conversión e iluminación espiritual, continuaron honrando su memoria a pesar de las persecuciones. Celebraron sus cultos en secreto y cada año en el aniversario de su muerte ponían flores por la noche en el lugar donde fue quemado, hasta 200 años después de aquel injusto martirio.

Es notorio que, entre los ilustres precursores del gran movimiento espiritual, que tuvo lugar en el siglo xvi, Savonarola no fue tan adelante en el camino de la reforma evangélica como Juan Huss, y que este se quedó un tanto detrás de Wycliffe. Por su parte el célebre profesor de Oxford, a pesar del gran camino que recorrió de retorno a la verdadera fe y práctica cristiana, no fue tan adelante como Pedro de Bruis, Enrique de Lausana y otros predicadores y mártires de su época, los cuales parece tuvieron el privilegio de ser iniciados e instruidos en la interpretación del Nuevo Testamento, por otros disidentes de siglos anteriores, en una cadena que se extiende hasta los tiempos apostólicos. Es notable observar que las ideas dogmáticas de estos más antiguos heraldos de la verdadera fe, fueron mucho más radicales y estuvieron casi del todo libres de los resabios e influencia del Catolicismo Romano. Ciertamente era dificilísimo recorrer el espinoso camino de Reforma Religiosa, sobre todo en aquellos tiempos, en que la Iglesia Católica parecía ser un poder indiscutible, a pesar de sus visibles errores y abusos, sin la guía de otros mejor iluminados e instruidos en la Verdad.

Es muy comprensible, por otra parte, que siendo tales y tan grandes los males que aquejaban la Iglesia, aquellos heroicos servidores de Dios fijaran más su atención en combatir los abusos externos del clero romano, que tanto deshonraban al Cristianismo, que en los errores dogmáticos a que la misma Iglesia había llegado en su apartamiento de la verdad evangélica.

Sin embargo, todos estos grandes precursores de la Reforma, coinciden con los cristianos evangélicos de siglos anteriores y con los que les siguieron, en estos tres puntos esenciales:

  • La salvación es una obra realizada de un modo absoluto y perfecto por el sacrificio redentor de Cristo, y es obtenida por la fe, independientemente de las obras, las cuales son tan solamente una demostración de la sinceridad de la fe y un medio para corresponder agradecidamente al amor salvador de Dios en Cristo; no un medio de salvación por sí mismas.
  • La responsabilidad directa de cada alma ante Dios en oposición a la doctrina del sacerdocio católico medianero in- dispensable entre Dios y los pecadores.
  • La falta de base para la pretensión papal de perdonar los pecados o distribuir gracias a los fieles a cambio de dinero.

En estos tres puntos se unen todos los grandes precursores eclesiásticos de la reforma evangélica del siglo xvi, desde Claudio de Turín en el siglo x hasta Savonarola en el siglo xv. Ello nos permite ver en estos notables servidores de Dios y en sus convertidos discípulos, hermanos nuestros y mártires de la verdad evangélica, tal como a ellos fue dado concebirla dentro de sus circunstancias.

Samuel Vila nació en 1902. A los 22 años, publicó su primer libro: A las fuentes del cristianismo (1924), editado por la Librería-Editorial Sintes de Barcelona, que fue seguido por La Religión al alcance del pueblo (1926), en respuesta a un libro de Ibarreta. Desde entonces su pluma no descansó un instante y contó en su haber 45 títulos publicados, entre los que cuentan diccionarios y enciclopedias. Tradujo al castellano del inglés y del francés, 193 obras. Varios manuscritos inéditos aguardan turno de publicación. Falleció el 1 de marzo de 1992.

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