MARTÍN LUTERO Y SU ESPOSA CATALINA DE BORA

Por J.H. Alexander

Reforma Siglo XXI, Vol. 19, No. 2

Lo único que la mayoría de la gente sabe acerca de la esposa de Lutero es que fue una monja. Sin embargo, no fue por elección propia que Catalina de Bora tomó el velo. Fue puesta en un convento probablemente al perder a sus padres. El convento  estaba en Niemcza, una ciudad  de Sajonia, y era ‘exclusivamente para damas de buena familia’. Estas llevaban una vida monótona y aislada, pero no se les prohibía hablar entre ellas, como en algunas órdenes posteriores, ni se les ocultaban por completo las noticias del mundo exterior. En su adolescencia temprana, Catalina comenzó a oír hablar de Martín Lutero, el doctor en Divinidades de la nueva Universidad de Wittenberg, y de sus actos valientes y doctrinas asombrosas. De hecho, predicaba de la Biblia a la gente común en alemán, ¡algo inaudito! La mayo- ría de los servicios en aquellos días de los papas no eran más que procesiones, cantos del coro y el Sacramento, rara vez había algo como un sermón. Los sacerdotes encargaban la parte del sermón a los frailes mendigos, quienes solían entre- tener al pueblo con leyendas tontas.

Cuando Catalina tenía diecisiete años, el doctor Lutero  había llegado a Grimma, cerca de su convento, a seis millas de distancia, y los informes de sus sermones en esa iglesia se infiltraron en el convento. Una de las monjas fue Magdalena de Staupitz, sobrina del vicario general de los agustinos, el hombre que dio a Lutero su primera Biblia con las palabras: “Que el estudio de las Escrituras sea tu ocupación”. De ahí provino la conversión de Lutero y su devoción a la Biblia. Magdalena había recibido algunos de los escritos de Lutero y había acogido con entusiasmo las doctrinas reformadas. Ella gradualmente y en secreto atrajo a otras ocho monjas   a su manera de pensar. Catalina era una de ellas. Entre los interminables bordados, la paciente destilación de hierbas, y demás, conseguían susurrar entre ellas y estaban atentas a todas las noticias eclesiásticas del mundo exterior.

El Papa había enviado a un hombre, Tetzel, a Alemania para vender “indulgencias”, papeles firmados que se podían comprar, que decían que tus pecados eran perdonados, incluso los futuros, si se pagaba el dinero suficiente. ¿Era posible tal cosa? Todos los compraban. Un hombre acudió al Dr. Lutero en el confesionario y cuando el doctor le dijo que no podía pronunciar una absolución a menos que mostrara arrepentimiento y un deseo de abandonar su pecado, el hombre dijo que ya estaba perdonado y le mostró una indulgencia que había comprado. El Dr. Lutero le dijo que el papel era inútil a los ojos de Dios y el hombre se fue muy enojado. Iba a haber una peregrinación a los servicios de apertura de una nueva iglesia que el Elector había construido en Wittenberg y todos planeaban ir. El Dr. Lutero aprovechó la oportunidad para clavar un documento en la nueva puerta, dando noventa y cinco razones por las cuales estas indulgencias eran inútiles. En poco tiempo, el documento fue copiado, luego fue llevado a la imprenta y en menos de quince días había copias por toda Europa y todo el mundo estaba hablando de ello.

Catalina tenía dieciocho años en ese momento. ¡Cómo es- cuchaba todas estas cosas! Estaban los debates a los que fue llamado el doctor con cardenales poderosos, incluso ante el Emperador; la famosa Dieta de Worms cuando estuvo solo frente a “todo el mundo” diciendo de la Biblia: “Heme aquí. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude”, y no se retractaba de sus palabras fieles contra el Papa. Ese fue un momento que entusiasmó a toda Alemania, a toda Europa, al pensar que un hombre podía desafiar al Papa y razonar tan bien que llegó a convencer a algunos de los príncipes alemanes. ¡Pero ahora, de repente, el Dr. Lutero había desaparecido! Durante diez meses no se oyó hablar de él. En realidad, sus amigos lo habían secuestrado en un momento de gran peligro y vivía silenciosamente en el Castillo de Wartburg. No estaba ocioso ahí. En septiembre de 1522, su primera traducción del Nuevo Testamento en alemán llegó de las imprentas y podía ser comprada.

Aunque estaba escondido, la libertad a la que había abierto la puerta estaba dando frutos rápidos. Por supuesto, el Elector de Sajonia, su protector, vio la ventaja política de sacudir- se el dominio de Roma y del poderoso emperador Carlos V, pero también estuvo de acuerdo con los escritos de Lutero y permitió a Carlstad y al ayuntamiento establecer nuevas leyes para abolir la misa, para quitar imágenes, para anular el voto del celibato y para limpiar algunos de los monasterios de sus residentes perezosos. Uno de los desocupados fue Grimmen, no muy lejos del convento. La noticia era desconcertante, casi escalofriante. Entonces oyeron que el Dr. Lutero había vuelto a aparecer. La peor tormenta había terminado y estaba de regreso en su puesto en Wittenberg. Siguieron más conferencias con altos dignatarios, el “teólogo rugiente”, el doctor Eck entre ellos, y finalmente, llegaron noticias de su excomunión, y, más emocionante incluso que eso, la noticia de que el Dr. Lutero había quemado la carta de excomunión del Papa.

Las monjas seguían con sus bordados, seguían con los cantos del coro, sus devocionales, pero su corazón no estaba en ello. Una verdadera inquietud se apoderó de estas nueve mujeres, anhelaban estar libres de los votos que se les imponían y ver algo de ese mundo agitado. Llegaron a la decisión de escribir en cada caso a sus padres o tutores. No sabemos a quién escribió Catalina de Bora, sus orígenes se encuentran en la oscuridad, una oscuridad aristocrática. En cada caso  la respuesta fue un alarmado: “¡No!”. Entonces Magdalena de Staupitz hizo una audaz sugerencia. ¡Ella escribiría di- rectamente al doctor Lutero para que les ayudara! Las ocho estuvieron de acuerdo y el mensaje llegó a Lutero. La apelación no fue hecha en vano. Lutero inmediatamente encargó el caso a uno de los concejales de la ciudad de Torgau, quien se comprometió a rescatar a las nueve monjas, mientras que Lutero se comprometió a proveer para su sostenimiento. Koppe, con dos amigos igualmente atrevidos, envió un mensaje a las monjas y en la noche del 14 de abril de 1523, estaba esperando para pasarlas sobre el muro del convento hacía un vagón cubierto. El rescate fue sencillo y aunque tuvieron que viajar seis millas atravesando tierra católica, las monjas, agachadas detrás de barriles de arenque, no fueron descubiertas.

Lutero había ordenado que fueran recibidas por un honorable ciudadano de Wittenberg, y eventualmente instaló a cada una, algunas por matrimonio adecuado y otras en casas de burgueses pudientes. Catalina fue tomada en la familia de Philip Reichenbach, burgomaestre y secretario municipal, donde fue tratada con la mayor bondad. Ella estuvo allí dos años y se convirtió en un valioso y feliz miembro de la familia. Al menos dos pretendientes la cortejaron, pero ella se contentó con dejarlos ir al poco a poco percatarse de su afecto por el propio Dr. Lutero. Tenía una dignidad natural que Lutero al principio confundía con orgullo hasta que llegó a conocerla mejor y a admirar su carácter.  En cartas   a sus amigos, confesó que estaba entreteniendo la idea del matrimonio y, después de octubre de 1524, cuando desechó su túnica de monje por el abrigo de un predicador reforma- do, parecía que este gesto también dejaba de lado las cadenas del celibato. Escribió una carta juvenil a su amigo Spalatin instándole a casarse y luego diciendo que tal vez él, Lutero, conseguiría ganarle en esto.

Los rumores comenzaron a vincular su nombre con Catalina, sobre todo porque de una manera jocosa él a menudo, al visitar en la casa, se referiría a ella como “mi Caty”.

Sus amigos, y particularmente su padre, ahora comenzaron a instarle a practicar lo que predicaba. Al enterarse de lo que un enemigo había dicho: “Si este monje se casara, todo el mundo, e incluso el diablo, estallaría de risa y él mismo destruiría lo que construyó”, Lutero tomó una rápida decisión. Lejos de asustarlo, estas palabras lo determinaron a ayudar a impulsar la causa de la Reforma, alentando a otros a romper el voto del celibato que los había mantenido indebidamente en esclavitud. Una vez que se decidió, actuó inmediatamente. Llevando a tres amigos con él, llamó a Catalina, pidió su mano en matrimonio, y de inmediato formalmente se comprometió con la asombrada joven. El matrimonio se llevó a cabo dos semanas después, en junio de 1525. Catalina tenía veintiséis años, Lutero, cuarenta y dos.

El hogar al que llevó a su esposa era parte del monasterio de San Agustín, en el que había entrado cuando era joven. Los monjes lo habían abandonado hacía mucho tiempo y el prior lo había cedido al elector de Sajonia, quien lo dedicó enteramente para el uso de la universidad. De ahí que al Dr. Lutero, en su calidad de catedrático, se le concedió un hogar allí. Celebró una fiesta de bodas muy alegre el día que trajo a Catalina a casa, y tuvo el gusto de recibir a su padre y madre, ya ancianos, quienes habían sido traídos secretamente a la celebración.

El hogar de Lutero, La casa de Lutero en Wittenberg

Todos los amigos de la Reforma se regocijaron con el matrimonio de Lutero. La Universidad de Wittenberg, que debía su fama y prosperidad casi enteramente a Lutero, les ofreció una fina copa de oro con letras grabadas, y el municipio les dio una bonita bodega de vino de Rhin, Borgoña y cerveza. Pero, por supuesto, los antagonistas de Lutero tenían muchas cosas maliciosas que decir. Incluso Erasmo, irritado en esa coyuntura por algo que Lutero había escrito, difundió un escándalo desagradable del que más tarde tuvo que retractarse y pedir disculpas. La Guerra de los Campesinos había comenzado en esa época, y sus enemigos acusaron a Lutero de dureza de corazón al deleitarse en el matrimonio en un momento de angustia, como si todo matrimonio debía cesar al iniciarse una guerra.

Si Lutero se había casado principalmente para demostrar su predicación evangélica, pronto se vio que su matrimonio no trajo nada más que bendición a este guerrero robusto. Reveló un afecto entrañable en su carácter tempestuoso que quizá nunca habría surgido. En sus Charlas de sobremesa leemos:

“La mayor bendición que Dios puede conferir al hombre es la posesión de una buena y piadosa esposa con la que pueda vivir en paz y tranquilidad; a quien puede confiar todas sus posesiones, incluso su vida y bienestar, y que le de hijos. Caty, tienes un hombre piadoso que te ama por marido; ¡Eres toda una emperatriz, gracias sean a Dios!”

Sufrió muchos “desórdenes” que surgieron en parte debido a su anterior vida de austeridad y en parte a sus trabajos excesivos. Catalina había aprendido el uso de remedios herbales en su convento y era capaz de darle alivio de los dolores nerviosos. También aprendió a consentirle, y si se entregaba a un profundo abatimiento, a veces ella enviaba a llamar en secreto a su amigo Justus Jonás, cuya conversación animadora a menudo devolvía a Lutero la alegría y con pequeñas bromas mostraba que la pesada nube se alejaba.

En la casa de sus antiguos amigos, Catalina había aprendido, como no lo había hecho en el convento, el arte del cuido del hogar. Ahora demostró ser una excelente ama de casa, sin embargo, el bolsillo familiar era limitado y tenía que ser muy frugal, y a la vez, muy hospitalaria. A Lutero le gustaba mantener una mesa abierta para amigos y estudiantes, pero
ella descubrió que también era caritativo hasta el exceso, y ella adoptó la labor de controlar parte de esto. Su admiración por él como reformador había aumentado al ver su inmenso programa de escritura, enseñanza, predicación. Ella se ocupaba en dejarle sus primeras horas de oración y estudio sin molestias.

Siempre se preocupaba cuando era llamado fuera de la ciudad, y, de hecho, cuando fue invitado a la boda de su amigo Spalatin le rogó que no fuera. Así que él escribió: “Las lágrimas de mi Caty me impiden ir. Piensa que sería peligro- so.” Sus presentimientos resultaron correctos. Lutero había despertado el resentimiento de cuatro jóvenes nobles que habían perdido parte de su herencia porque sus padres recibieron de vuelta a sus hermanas rescatadas del convento de Freiberg. Se descubrió que estos hombres habían conspirado emboscar y asesinar a Lutero en su camino a la boda. (¡Tales fueron algunos de los asuntos secundarios relacionados con la liberación de monjas!)

Dos años después de su matrimonio, Lutero estaba peligrosamente enfermo y a pesar del cuidado de Catalina noche y día, él sentía que iba a morir. Deseaba que sus dos mejores amigos recibieran su confesión de fe en el caso de que sus enemigos anunciaran al mundo que se había retractado. Luego dijo:

“¿Dónde está mi querida Caty? ¿Dónde está mi pequeño corazón, mi querido pequeño Juan?” Ella se acercó a la cama y él abrazó a la madre con su hijo. “Oh, querido hijo, —dijo con lágrimas— te encomiendo a Dios, a ti y a tu buena madre, mi querida Caty. No tienes nada, pero Dios cuidará de ti. Él es el Padre de los huérfanos y las viudas… Caty, —añadió después— sabes que no tengo nada que dejarte, sino las tazas de plata.”

Ella le animó, leemos, con pasajes de las Escrituras, y dijo:

“Mi querido doctor, si es la voluntad de Dios, yo preferiría que estuvieras con nuestro amado Señor Dios que conmigo. Pero no somos tanto yo como mi hijo que necesitamos de ti como muchos cristianos piadosos. No te aflijas por mí. Te encomiendo a su voluntad divina, pero confío en Dios que Él te preservará misericordiosamente”.

Su esperanza de su recuperación no se vio decepcionada. Aquella misma noche empezó a sentirse mejor.

En 1530, se convocó la famosa Dieta de Augsburgo, cuando el emperador Carlos V y Campeggio, el legado papal, se debían reunir con los príncipes protestantes para obligarles, según esperaban, a someterse a la fe católica romana. Lutero y Melancthon habían redactado una declaración de doctrina, pero el buen Elector de Sajonia no deseaba que Lutero fuera expuesto a un posible asesinato y dispuso que Melancthon leyera el documento en Augsburgo y que Lutero permaneciera en el Castillo de Coburgo, a poca distancia para ase- sorar, pero fuera de la esfera de posibles conflictos. Días e incluso semanas pasaron antes de que todos estuvieran reu- nidos para tales conferencias, y Lutero no podía soportar la inactividad en el silencioso castillo con un solo amigo, Dietrich, acompañándole. Envió a casa por sus libros y Catalina los envió, de modo que pronto estaba absorto en continuar sus Comentarios. Este trabajo y la oración constante y la ansiedad acerca de la importante conferencia, afectaron su salud de nuevo.

Cuando se recibieron noticias de que su padre había muerto, Catalina sabía que estaría abrumado. Para consolarlo, encargó un retrato de su tercera hija, Magdalena, de un año de edad, y se lo envió. Estaba encantado con esto y lo colocó en la pared contra la mesa del comedor del salón principal. Esa Dieta terminó con una notable victoria para los protestantes. Los papistas no pudieron presentar argumentos de ‘los Padres’ para responder a las doctrinas bíblicas tan bien establecidas. Trece años antes, había sido una voz (la de Lutero) contra el Papa; ahora en una escala más grande era una falange de príncipes y ciudades libres, gana- das a la Reforma, quienes triunfaron contra el Emperador y el Papado.

En 1540, Lutero compró una pequeña finca en Zulsdorf y se la entregó a Catalina, y el Elector ofreció proveerle gratuitamente de madera para la construcción. Esta pequeña granja se convirtió en un gran interés para Catalina, quien la hizo prosperar para el beneficio de su hogar. Le encantaba que Lutero y los niños se quedaran allí siempre que fuera posible, y “él compartía con ella su gozo inocente por los productos de su granja”. “Mi señora Caty —escribió Lutero una vez a un amigo— acaba de partir hacia su nuevo reino, y llevará consigo una carga de madera y atenderá a otros asuntos. Caty vive físicamente en Wittenberg, pero su espíritu está en Zulsdorf.”

El lugar era un refugio de descanso para Lutero, pero sus alegrías pronto fueron eclipsadas por la muerte, dos años después, de la hija preferida, Magdalena, a los catorce años de edad. Lutero y Catalina tuvieron seis hijos en total, su primera niña había muerto en la infancia. Habían experimentado muchas enfermedades con los niños y los domésticos y tal vez no creyeron que la repentina enfermedad de Magdalena sería fatal, pero así fue. La noche antes de su muerte, Catalina soñó que dos hermosos jóvenes vestidos con elegantes trajes pedían a su hija en matrimonio. Le contó este sueño a Lutero y a Melancthon, quien había venido a visitarlos. Melancthon estaba profundamente conmovido y dijo: “Los dos jóvenes son ángeles que han venido a guiar a la doncella al verdadero matrimonio del reino celestial”. Estas palabras tranquilizaron a Catalina. Ella y Lutero pasaron el día en oración y súplica por ella. Cuando el final se acercaba, Lutero cayó de rodillas junto a su cama y en agonía la encomendó a Dios. Entonces, inclinándose sobre su cama, dijo con dulzura conmovedora: “Magdalena, querida hija, te alegrarías de quedarte aquí con tu padre, pero ¿estás dispuesta a partir e irte con aquel otro Padre?”

“Sí, querido padre, —dijo ella con voz débil, pero tranquila— como a Dios le agrade”.

“Incapaz de expresar su emoción ante estas palabras —dice el cronista— que le llegaron al corazón con una emocionante ternura, se volvió para ocultar las lágrimas en sus ojos y alzando la vista exclamó: ‘Si la carne es tan fuerte, ¿cómo será con el espíritu? Bueno, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos’. Ella murió en sus brazos”.

Catalina estaba en la habitación, pero oprimida de dolor. Sabía que era su deber resignarse, pero la naturaleza se abrió camino y ella lloró amargamente. Lutero le dijo:

“Querida Catalina, piensa en dónde ha ido. Ella ciertamente ha hecho un viaje feliz. Con los niños todo es simple. Mueren sin angustia, sin disputas, sin las tentaciones de la muerte y sin dolor corporal, como si estuviesen durmiendo”.

Su dolor revivió cuando vieron a la querida niña en su ataúd. Para consolar a Catalina y a sí mismo, Lutero dijo:

“Tú, querida Lena [Magdalena], te levantarás de nuevo y brillarás como una estrella, como el sol. Estoy alegre en espíritu aunque triste en la carne. Nosotros, querida Catalina, no debemos lamentar como si no tu- viéramos esperanza. Hemos despedido a una santa, sí, a una santa viva para el cielo. ¡Oh, si pudiéramos morir así! Tal muerte aceptaría gustosamente en esta misma hora”.

El vigor de la vida de Lutero estaba empezando a desvanecerse y la muerte de aquella querida hija lo envejeció prematuramente. Las cosas políticamente estaban en un gran estado de agitación y apenas se sentía adecuado para su trabajo. Lamentaba el malvado estado de la ciudad y comenzó a planear retirarse permanentemente a la granja. Sus amigos se alarmaron al pensar en perder a su consejero, pero estaba de hecho en medio acto de empacar cuando una delegación de la universidad e incluso del propio Elector le rogaron que no los abandonara. Casi con tristeza, volvió a instalarse.

Poco después se le pidió que fuera a Eisleben para resolver una disputa entre los condes de Mansfeld sobre las minas. Allí había nacido, había sido bautizado, y era allí donde habría de morir. Su arbitraje no tuvo éxito, y fue invitado de nuevo algunas semanas más tarde. Esto fue en enero de 1546. Esta vez fue acompañado por sus tres hijos (el mayor de unos veinte años) y su amigo, el doctor Jonas, en lo que se consideraba una misión muy delicada. Había salido sintiéndose mal y Catalina, muy preocupada, le había preparado algunos re- medios que generalmente le ayudaban. Dando seguimiento a esto con tiernas cartas, recibió esta respuesta:

“A la afable dama Catalina Lutero, mi querida esposa, que se atormenta innecesariamente, gracia y paz en nuestro Señor Jesucristo. Querida Catalina, deberías leer San Juan y lo que el catecismo dice respecto a la confianza que debemos tener en Dios. Te afliges como si Dios no fuera todopoderoso y capaz de levantar nuevos doctores Martines por decenas si el se ahogara en La Salle o pereciera de cualquier otra manera. Hay Uno que cuida de mí a su manera, mejor de lo que tú y todos los ángeles lo podrían hacer. Él se sienta al lado del Padre Todopoderoso. Tranquilízate, entonces. Amén.”

El 14 de febrero, cuando le escribió otra carta, estaba tan bien que esperaba regresar a casa esa semana, pero de repente cayó enfermo y se hundió tan rápidamente que al amanecer del 18 falleció antes de que ella pudiera ser llevada a su lado.

Estaba abrumada, pero se consoló al oír un relato de su lecho de muerte. Sus palabras predominantes habían sido de oración, adoración y confianza en Dios. Entre sus últimas palabras dijo estas:

“Oh, Padre Celestial, Dios eterno y misericordioso, Tú me has revelado a Tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo. De Él he predicado, a Él he confesado. A Él amo y adoro como mi querido Salvador y libertador, a quien los impíos persiguen y blasfeman. Recibe mi pobre alma. Oh Padre Celestial, aunque debo renunciar a este cuerpo y me apresuro a alejarme de esta vida, ciertamente sé que permaneceré eternamente contigo y que nadie me podrá arrancar de tu mano”.

El cuerpo fue llevado de vuelta a Wittenberg y recibió un funeral honorable, miles asistieron a la Iglesia del Castillo.

“Así, Catalina fue despojada de aquel que, al liberarla de un convento, la había rescatado de una tumba viva; que había sido primero su amigo más amable y luego su amoroso marido fiel”. El testamento de Lutero refleja un profundo amor por Catalina y el cuidado de sus hijos en los guardianes que eligió para ellos. Muchas fueron las condolencias que recibió de príncipes y ministros, pero su viudez de siete años fue una tribulación casi sin alivio. Todo podría haberle ido bien ella con las promesas amables de benefactores, si no hubiese sido por el estallido de una guerra muy esperada entre el Emperador y los príncipes protestantes. La amada granja de Catalina estaba directamente en el camino de la guerra, los fuertes impuestos de guerra la empobrecieron a ella y a muchos otros, y todo el desastroso trastorno desvió la atención de sus benefactores, por sinceras que hubiesen sido sus promesas. El Elector de Sajonia, el mejor amigo de Lutero, fue capturado y el ejército del emperador avanzó sobre Wittenberg. Catalina y sus hijos huyeron a Brunswick. Después de algunas semanas, una proclama invitando a los ciudadanos a regresar fue emitida por Wittenberg, y ella pudo volver a casa. Ahora estaba casi sin dinero e intentó hospedar a algunos estudiantes. No fue hasta que cuatro cartas implorantes llegaran al rey de Dinamarca (una vez un ferviente partidario de Lutero) que recibió una respuesta y un pequeño regalo. “A menudo pienso en ese hombre de Dios, el doctor Martín Lutero —escribió un amigo—, cómo hizo que su esposa se comprometiera a memorizar el Salmo 31 cuando era joven, vigorosa y alegre y no podía entonces saber cómo este salmo sería después tan dulce consuelo en sus penas”, las cuales él parece haber anticipado.

En 1552, la plaga se propagó en Wittenberg y como la universidad había sido llevada a Torgau, Catalina pensó en ir allí también. En el camino, fue arrojada del carro al borde de un lago y fue sacada del agua severamente lastimada. Ella no se recuperó de este accidente, sino que murió tres meses después a la edad de cincuenta y tres años. “Me uniré a mi Señor Jesucristo —dijo ella— como el abrojo a la tela”.

A pesar de la pobreza que la pobre Catalina había sufrido, sus hijos no fueron olvidados por Dios. Ella los había criado a través de la adolescencia, y en el momento de su muerte el mayor, Juan, era consejero de estado del Elector Juan Federico II; Martín, un muchacho delicado, estudió Teología. Pablo fue el más dotado, estudió medicina y tomó su título y fue por un corto tiempo Profesor de Medicina en la Universidad de Jena y más tarde un médico de la corte. Margarita se casó con un noble, un gran admirador de su padre, y tuvo nueve hijos.

Desde hace muchos años, los miembros de la familia Alexander han sido reconocidos como talentosos escritores cristianos. J.H. Alexander se hizo muy conocida a través de su escrito More Than Notion (Más que una idea), ¡casi un clásico cristiano! Este artículo es tomado de Ladies of the Reformation (Damas de la Reforma) posiblemente su última obra a causa del deterioro de su visión.

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