LA GRACIA IRRESISTIBLE Y LA PERSEVERANCIA DE LOS SANTOS

por Christine Farenhorst

Reforma Siglo XXI, Vol. 5, No. 2

El Monsieur de la Borde era un hombre que vivía en Francia durante el período llamado «Les Troubles» o las guerras civiles que ocurrieron después de la muerte de Henry II en el año 1559. Estas guerras, llamadas comúnmente «Las Guerras de la Religión», eran de origen muy complejo. La causa básica de estas era el antagonismo de los católicos contra los protestantes (los Hugonotes) y viceversa.

El Monsieur de la Borde era un hombre muy listo. En su juventud había estudiado en el Colegio de París y después había viajado extensamente por todo Alemania e Italia. En Alemania varias veces había escuchado la predicación en Estrasburgo, aun teniendo la experiencia única de oír el Dr. Martín Lutero en debate con otros doctores eruditos. Pero este fue su único grado de conocimiento de la doctrina de los protestantes.

Después de su matrimonio con una católica devota, el Monsieur de la Borde se estableció en París. Obteniendo una posición como Presidente del Chambres des Comptes, una posición financiera, generalmente era considerado como hombre honesto. Los que tenían negocios con él confiaban en él de todo corazón porque no aceptaba sobornos, rechazando aun frutas y dulces.

Cuando comenzaron «Les Troubles», el Monsieur de la Borde llegó a ser el objeto de la ira de algunos católicos porque libremente prestó dinero al Príncipe de Condé, un Hugonote prominente y capitán del ejercito protestante. Tomado como prisionero, el Monsieur de la Borde fue expulsado de su finca rural en la Borde, y bruscamente arrastrado a París a pie. A veces los soldados le amenazaron con una pistola en su garganta y otras veces usaron una daga.

Encarcelado en la Faubourg de St. Marceau, le pareció que por un tiempo había sido abandonado por completo por todos sus familiares y amigos. El Gobernador de París, sin embargo, conocía al Monsieur de la Borde como un hombre honesto y fue movido a darle la libertad. Pero no lo hizo hasta que el Monsieur de la Borde había negado con juramento al protestantismo. Y, para ser honesto, negar al protestantismo no fue difícil para el Monsieur de la Borde, porque nunca se le había ocurrido abandonar el catolicismo.

Otra vez libre y pensando en sus circunstancias trágicas, el Monsieur de la Borde concluyó (con alguna ayuda divina), que Dios es de verdad un Dios providencial. Porque aunque su finca rural había sido saqueada, ¿no había sido salva su propia vida? – y ¿no había sido llevado a la Faubourg de St. Marceau por muchas millas en medio de populacho pillando, con una daga y pistola a su garganta sin herida? – y ¿no había sido encarcelado en un calabozo miserable y después liberado porque el Gobernador de París había recordado su nombre?

El Monsieur de la Borde concluyó que de veras Dios era un Dios de gracia. Y ¿por qué?, continuó pensando, ¿Él tenía tanta misericordia conmigo? Yo fui perseguido por causa de una fe que ¡no profeso pero que sin embargo he guardado segura! Quizás deba yo estudiar el asunto; quizás deba yo tomar medidas para recibir instrucciones en estas doctrinas hugonotas que no me son totalmente claras.

Muchas veces la gente medita en grandes cosas sin hacerlas. El Monsieur de la Borde, sin embargo, no continuó meditando en estas cosas solamente. Él actuó. Hizo contacto con dos pastores protestantes, el Monsieur Gaudet y el Monsieur de Miremont. Ellos vivían no muy lejos de su casa en la Borde y los buscó. Explicándole la Biblia, estos dos hombres estaban muy felices de encontrar un espíritu receptivo y bien dispuesto. Y Dios, dándole al Monsieur de la Borde la gracia en el corazón, le convirtió.

El asunto no terminó allí. La fe sin obras es muerta. No tiene vida. Durante su primer viaje de regreso del Monsieur de la Borde a París, buscó al Gobernador – el mismo Gobernador que había sido instrumental en su libertad de la prisión. El Gobernador y sus hombres habían sido los que estaban ante el Monsieur de la Borde cuando había abjurado el protestantismo; había jurado que no creía. Una vez más enfrente de este grupo, les pidió el libro en el cuál había firmado su nombre en la abjuración. Mientras lo tenía en su mano, profesó valientemente y abiertamente su cambio de corazón.

«Yo lamento», dijo, «que yo haya sido un traidor a Dios por firmar este libro. También lamento», añadió, «que yo he tenido tan poco interés en mi salvación que aun negaba esa parte pequeña de la verdad que sí conocía».

Posiblemente se refiere a los discursos que había escuchado como joven en Estrasburgo. Después de haber dicho estas palabras, borró su firma.

«Cualquiera», continua, «desde ahora en adelante podrá saber que ahora acepto la nueva religión y que me he arrepentido del hecho de que antes la rechazara».

Poco tiempo después, el Monsieur de la Borde se enfermó. Su propiedad fue tomada, sus muebles inventariados y una guarnición alojada en su casa. Pero se atrevió a mantenerse firme en su nueva fe por los creyentes protestantes que con frecuencia le visitaron. Al Monsieur de Morvillier, un amigo, le ofreció un cambio de sitio y le envió un coche. En el camino a la casa de su amigo, mientras pasaba frente a la abadía de St. Peré en Melun, se desmayó. Le llevaron a la abadía, y cuando se despertó, tenía tiempo para decir nada más que estas palabras:

«Señor, han pasado cincuenta y ocho años desde que Tú me diste el alma. Tú me la diste blanca y sin mancha. Te la devuelvo sucia y vil. Lávala en la sangre de Jesucristo, Tú Hijo».

Después de haber dicho esto, el Monsieur de la Borde murió. Su cuerpo fue llevado a Chatillon, en la parroquia de la Borde y allá lo enterraron.

Es una cosa temerosa entender que la fe sin obras es muerta. El Monsieur de la Borde conocía esto muy bien. Él no tenía porqué – se podría debatir – regresar al Gobernador de París para poner su mano en ese libro. Pero el señorío de Jesucristo sobre toda su vida le era tan importante para él que simplemente tuvo que hacerlo. Muchas veces, en nuestra tierra tan cómoda de leche y miel, olvidamos que somos rodeados por los que demandan que adoremos según su manera. No entendemos que cada día nos confronta «el bien que queremos y que no hacemos, y el mal que no queremos, eso hacemos».

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