EL ENFOQUE REDENTOR EN EL MINISTERIO

Por Han Keesenberg

Reforma Siglo XXI, Vol. 15, No. 1

Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. (2 Cor. 5:18–19)

El tópico de  esta  reflexión, el  enfoque  redentor, tiene su aplicación en muchas áreas. Puede ser aplicado a la educación de nuestros hijos en las familias, al carácter de nuestras Iglesias en su tarea evangelizadora y a muchas áreas más. Sin embargo, me limito en este escrito al enfoque redentor en el ministerio pastoral. Concretamente, en el trabajo de predicar y de visitar.

A nosotros, los ministros, Dios nos encargó el ministerio de la reconciliación. La reconciliación, en Cristo, entre Dios y el mundo, no tomándole en cuenta sus pecados. Por lo tanto, en ese ministerio no trabajamos según nuestros propios criterios. Somos ministros, voceros de Dios. El nos encargó el mensaje de reconciliación.

Esto tiene implicaciones grandes para nuestro trabajo en el púlpito y en las casas de los hermanos. En nuestros sermones y en la poiménica somos los representantes de Dios mismo.

Una «extensión» de Dios. Todo lo que digamos debe ser lo que Dios mismo diría. Debemos ver a los hermanos con los ojos de Dios. Esto no es nada fácil. Tenemos que silenciar nuestras simpatías y antipatías naturales que tenemos hacia los hermanos, y tratarlos con el amor de Dios. Tenemos que silenciar nuestras propias opiniones y juicios, y predicar la palabra de Dios. Tenemos que sujetar nuestros caracteres al carácter de Dios.

¿Cómo es ese carácter de Dios? Clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor (Salmo 103:8). También es un Dios justo, pero en su justicia prefirió por nosotros tratar al que no cometió pecado alguno como pecador para que en él recibiéramos la justicia de Dios, antes que castigarnos a nosotros mismos por nuestros pecados (2 Cor. 5:21). Un ministro debe reflejar esa clemencia y esa compasión de Dios. La gracia de Dios debe dominar todo su trabajo, todo su ser. Ese es el enfoque redentor en el ministerio pastoral.

  1. El conflicto en cada ministro

Esto choca con nuestra propia manera de ver y evaluar las cosas. El ministro Jonás, por ejemplo, vio una sola respuesta a la maldad de los habitantes de Nínive: su destrucción. Pero cuando Dios vio que éstos se habían convertido de su mal camino, cambió y no llevó a cabo la destrucción anunciada. Esto disgustó mucho a Jonás, y lo hizo enfurecerse. Y le dijo al SEÑOR: «Oh, SEÑOR, ¿No era esto lo que yo decía cuando todavía estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes. Así que ahora, SEÑOR, te suplico que me quites la vida. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!» ( Jonás 3:10 – 4:3). Este ministro prefiere morir que administrar la reconciliación. Increíble, esa reacción. Pero, antes de criticarle duro a Jonás, ese conflicto está en cada uno de nosotros. Temprano o tarde.

¿Por qué? Porque la gracia de Dios no es de este mundo. No responde a nuestra manera de ver y juzgar el mal y el bien y no cuadra con nuestra manera de calcular su retribución. Para nosotros el mal requiere castigo, y el bien merece un premio. Es nuestra actitud natural legalista. Y nuestra tendencia es proyectar esa idea nuestra en Dios. De naturaleza no aceptamos un Dios que castigue un inocente y declare inocente a un culpable. Preferimos morir que vivir con esa realidad. En todos nosotros vive un Jonás. Ninguno de nosotros tiene la actitud natural de ser un ministro de la reconciliación.

2. Ministros transformados

¿Qué se requiere entonces, para cambiarnos de ministros legalistas a ministros de la gracia? Nada menos que una transformación. Saulo tiene que convertirse en Pablo. Dios tiene que obrar primero en nosotros mismos. Romper nuestra confianza en nosotros mismos. Romper nuestro orgullo. Antes de predicar la reconciliación tengo que entender que yo mismo soy objeto de esa reconciliación. Tenemos que bajarnos del pedestal en que nos colocamos sea nosotros mismos o los hermanos. El pastor o el anciano no es un buen ministro por su vida en rectitud en primer lugar, sino por su propia dependencia de la gracia del Señor. Pablo tenía motivos de sobra para confiar en sus propios esfuerzos: «circuncidado al octavo día, del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de pura cepa; en cuanto a la interpretación de la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que la ley exige, intachable”. Quizás, había recibido un reconocimiento de parte de Gamaliel. Por mérito. Por ser un Fariseo ejemplar. Sin embargo, todo aquello que para él era ganancia, lo consideró pérdida por causa de Cristo (Fil. 3:5 – 7). Ahora, al otro lado de la conversión, se considera el más insignificante de los apóstoles, alguien que ni si quiera merece ser llamado apóstol (1 Cor. 15:9). Pero, dice Pablo, ya no Saulo: «por la gracia de Dios soy lo que soy» (vs. 10). Cambió de un ministro legalista en un ministro de la gracia. Y por saberse él mismo objeto de la gracia de Dios, ahora ve todo diferente. Ahora puede escribir a los Corintios, una Iglesia llena de pecados preocupantes y problemas serios: “Siempre doy gracias a Dios por ustedes, pues él, en Cristo Jesús, les ha dado su gracia» (1 Cor. 1:4), y: “que la gracia del Señor Jesús sea con ustedes. Los amo a todos ustedes en Cristo Jesús» (1 Cor. 16:23 – 24). Pablo ve a los Corintios con los ojos de Dios. Se ha convertido en una extensión de él. De su clemencia y compasión.

Ahora, la pregunta es: tú y yo ¿somos más como Jonás    y Saulo, o más como Pablo? ¿Nos consideramos a nosotros mismos como el pecador más grande de todos, dependiente completamente de la gracia de Dios? ¿Rebosa nuestro ser de esa gracia? Porque solo así podemos ser ministros de la reconciliación. En el púlpito y en las casas. Creo que cada uno de nosotros debe crecer en eso. Podemos graduarnos summa cum laude como teólogo y tener muy poco de Pablo. Los Fariseos eran maestros de la ley, teólogos capaces, pero ciegos para la gracia de Dios, en Cristo.

3. Aplicando el enfoque redentor

¿Qué es lo que deberíamos evitar y que es lo que debemos promover en el púlpito y en las casas?

Lo que debemos evitar es: mantener en silencio la redención de Cristo. El peligro es que —para hablar con el Catecismo— pasemos de la primera parte, la miseria, directo a la última parte, la ley, sin predicar el centro. El centro de que todo depende. El peligro es que, viendo los pecados  de los hermanos, y preocupados por eso, nos dediquemos a llamarles a corregir su mala conducta. Sin hablar de la redención en Cristo. Pero la Iglesia no es un centro de corrección de conducta. La Iglesia es la novia de Cristo. Cada sermón debe hablar de él. En cada visita debemos hablar de él. En las visitas regulares y también, y especialmente, en las visitas de disciplina. ¿Qué ocurre cuando solo intentamos cambiar mala conducta?

En primer lugar, en nada nos diferenciaríamos de una sinagoga o una mezquita. Los líderes judíos y musulmanes también llaman a sus miembros a cambiar conducta. Eso es todo lo que pueden hacer. Sus religiones no conocen la gracia en Cristo. Pero una Iglesia es algo totalmente distinto. En una Iglesia todo habla de Cristo.

Otro efecto de solo querer intentar cambiar la mala conducta, es que no tendremos resultado alguno. Ningún ser humano tiene la capacidad de cambiar su conducta. Sólo Dios puede cambiarnos. Dios cosecha en nosotros lo que Cristo mereció. Llamar a los hermanos a cambiar sin predicar a Cristo quien es el autor del cambio, es infructuoso, y —en el fondo— es insultar a Cristo.

El tercer efecto es que la Iglesia nunca va a crecer. ¿Quién quiere escuchar malas nuevas domingo tras domingo? Predicaciones sin Cristo dejan a los oyentes desesperados y depresivos. Con un gran sentido de culpa, pero sin esperanza de una solución.

Repito, la Iglesia no es un centro de corrección de conducta, sino la novia de Cristo, que domingo tras domingo escucha, cuánto su novio la ama. Buenas nuevas que en ningún otro lugar se pueden escuchar. Y los ministros tenemos la responsabilidad de dejar ser la Iglesia, lo que Dios quiere que la Iglesia sea, en Cristo.

4. Aplicando el enfoque redentor en los sermones

En esencia un sermón no trata de lo que nosotros los hombres  debemos hacer o  cambiar. Un  sermón habla en primer lugar de lo que Dios hizo, hace y hará en nosotros, en Cristo. Esas son las buenas nuevas. Eso es el evangelio. El predicador en su trabajo exegético en su preparación del sermón tiene que encontrar el aspecto de nuestra condición caída que es tratado en el texto. Luego tiene que descubrir cómo Dios, en Cristo, restaura ese aspecto. Y finalmente, cuál es la respuesta de agradecimiento que corresponde con esa acción redentora de Dios. Miseria, redención y agradecimiento. Con todo el énfasis en la redención. Ese es el enfoque redentor en la predicación. Este enfoque se requiere en cada sermón. Sobre textos del Nuevo Testamento, pero también sobre textos del Antiguo Testamento. El evangelio comienza en Génesis. Este enfoque se requiere en sermones para Iglesias jóvenes y para Iglesias maduras. Sería un error pensar que el enfoque redentor fuese solo para recién convertidos, la leche, mientras que los creyentes maduros necesitarán otro alimento, más sólido, instrucciones para una vida recta. No, cada hermano, niño, adolescente o adulto, necesita escuchar el evangelio, durante toda su vida.

Ese es el desafío para todo predicador, predicar siempre con ese enfoque redentor. Predicar siempre el evangelio. Predicar siempre sermones que primero hayan pasado por   la propia alma del predicador. Que primero hayan convertido a él mismo. Y la tarea para los ancianos es ayudar a sus pastores a predicar así. En las evaluaciones de los sermones por el consistorio eso debería ser uno de los puntos centrales del análisis. ¿Los sermones  de  nuestro  pastor  predican a Cristo? Esa pregunta ha de ser la pregunta clave en las clases de Homilética. Y la misma pregunta debe continuar haciéndose en el consistorio con los pastores graduados. Los sermones nunca deben convertirse en charlas rutinarias; nunca deben convertirse en discursos legalistas; ni deben convertirse jamás en clases. Por eso los pastores deben dedicar tiempo a la preparación de sus sermones. A ellos Dios les ha encargado el mensaje de la reconciliación.

Aplicando el enfoque redentor, Cristo brillará en los servicios. Y la iglesia se convierte en un oasis en un mundo oscuro. La gracia y el amor de Cristo serán palpables en los líderes   y en los miembros. Y la Iglesia va a crecer. Porque donde se predique a Cristo, Cristo mismo reúne a sus ovejas. “Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo» (Lc. 15:1)

5. Aplicando el enfoque redentor en las visitas

No hay una diferencia esencial entre un sermón y una conversación con un hermano en su casa. En ambos un pastor administra la reconciliación. Sólo se puede hacer la aplicación más específica en el caso de una visita a un hermano. Pero, igual que en un sermón, en una visita Cristo se hace presente a través de sus ministros. En una visita la tarea es aplicar su sangre a la vida, el matrimonio, el estado de soltería, la educación de los hijos, al sufrimiento, a la soledad, a un pecado específico, a todo lo que requiere la transformación por Cristo mismo.

Algunas implicaciones de esto son las siguientes.

Una visita requiere preparación. El pastor o los ancianos deben tener un plan de cómo piensan predicar a Cristo a ese hermano o a esa familia. Sin plan una visita dependerá de la improvisación. Y en improvisaciones nuestras propias ideas tienden a prevalecer, no la palabra de Dios.

Si un hermano sabe que los ministros que le visitan, vienen a predicar a Cristo, ese hermano se hará vulnerable y se abrirá. En cambio, si un hermano espera una visita de fiscales que le van a decir cuán mal se ha comportado, se cerrará. Una buena visita pastoral requiere un ambiente de gracia, donde los hermanos quieren confiar sus problemas y pecados a Cristo. Visitas pastorales requieren diligencia. Especialmente en casos de disciplina o cuando un hermano se esté alejando de la Iglesia, los ministros tienen que dedicarse al cuidado pastoral con mucho esmero. Visitas frecuentes son necesarias para hacerle sentir el amor de Cristo. Los ministros son como la persona en busca de la oveja perdida, dejando todo, para encontrar la oveja y llevarla a casa. Un proceso de disciplina en nada se parece a lo que hace la policía: aplicar una multa y desaparecer de la vida del transgresor. Disciplina no consiste simplemente en suspender de la mesa. Disciplina consiste en traer a la mesa nuevamente, predicando a Cristo sin parar. La Iglesia está llena de pecadores. “Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad. Si afirmamos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no habita en nosotros» (1 Juan 1:8–10). Los ministros reformados debemos ser realistas. Debemos aprender a ver las personas con el realismo de Dios. Los Anabaptistas querían una Iglesia con miembros perfectos, sin pecado. Eso es imposible. La Iglesia es un hospital, donde los enfermos encuentran cura. Cristo dijo: «No son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mar. 2:17). En las visitas debemos tener compasión con los hermanos. Todos pecan. Todos cometen errores horribles. Pero en la Iglesia encuentran los brazos abiertos de Dios. El hijo pródigo cometió pecados horrorosos. Dignos de una reprensión dura del padre.  Pero ¿qué es lo que leemos? »Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus siervos: «¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto,
pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado. Así que empezaron a hacer fiesta” (Lc. 15:20–24). Un padre clemente y compasivo, lento para la ira, y grande en amor.

¿Podemos ser la extensión de ese Dios en las visitas pasto- rales? ¿Podemos besar y abrazar a pecadores? De hacerlo, habrá fiesta. Fiesta en las casas de los hermanos. Fiesta en las iglesias.

6. Conclusión

No hay nada más dulce que poder predicar el evangelio. Nada más hermoso que poder ver de cerca cómo Cristo mismo restaura las vidas de las ovejas. Nada más milagroso que poder entender que Dios quiere utilizar hombres imperfectos y peca- dores como nosotros para administrar la reconciliación. Dios mismo se ocupa de sus hijos. El no depende de nosotros. Eso puede darnos tranquilidad. Somos solo ministros. La reconciliación es la obra de Dios. Que seamos ministros humildes, reflejos fieles del amor inmenso de nuestro Dios.

Que el amor de Cristo nos obligue (2 Cor. 5:14).

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