DIVIDIDOS CAEMOS: RELATO DE LA CAÍDA DEL IMPERIO BIZANTINO

Por Guillermo Green

Reforma Siglo XXI, Vol. 20, No. 2

El año era 1453. los musulmanes turcos comenzaron el ataque contra Constantinopla el 7 de abril, y finalmente tomarían la ciudad. ¿Cómo fue posible que esta grandiosa capital del mundo cristiano oriental cayera ante fuerzas enemigas? La historia nos guarda lecciones importantes.

Constantinopla fue edificada y declarada capital del imperio por el emperador romano Constantino en el siglo iv, y después de la legalización del cristianismo llegó a ser también la capital política del mundo cristiano. Estaba cerca de las ciudades conocidas del cristianismo como Nicea, Éfeso, Tesalónica y Antioquía. Por su ubicación geográfica, llegó a ser el centro de comercio entre Europa y el oriente, hasta China. Llegó a ser centro cultural y eclesiástico, renombrado por algunas de las mejores bibliotecas del mundo medieval. También sirvió como punto de impulso para la evangelización hacia el noreste, hasta Rusia.

La Iglesia cristiana se había dividido en el año 1054, producto final de muchos años en la lucha por poder entre este y oeste. El papa León IX de Roma y el patriarca Miguel Cerulario de Constantinopla excomulgaron uno al otro mutuamente, y la división fue “oficial”. Siguió comunicación y aún ayudas mutuas entre ambas, especialmente ante la creciente amenaza de los musulmanes. Sin embargo, la ruptura y división expondría a los cristianos orientales al peligro y final masacre a manos islámicas.

Los musulmanes comenzaron su expansión feroz en el siglo vii, tomando áreas en el Medio Oriente, norte de África y llegando hasta España. Sin embargo, nunca habían podido tomar Constantinopla, a pesar de repetidos ataques. Durante siglos, Constantinopla fue la principal bastión contra la invasión de los musulmanes hacia Europa desde el Medio Oriente.

El primer golpe significativo hacia su caída, fue cuando Constantinopla fue saqueada por los que vinieron a “apoyarla”. Los musulmanes durante años habían obstaculizado, hostigado, robado y matado a muchos peregrinos cristianos que querían visitar Jerusalén. Habían tomado control de toda la región, y a pesar de permitir a muchos cristianos continuar viviendo dentro de Jerusalén y en las ciudades alrededor, sucedían continuas atrocidades contra viajeros y otros. Además, las intensiones expansionistas de los musulmanes eran obvias. El patriarca de Constantinopla pidió ayuda al oeste (pidió una cruzada contra los musulmanes), y prometió su colaboración en la forma de comida y pro- visiones para la cruzada. El gran fracaso vino con la cuarta cruzada en 1204. Llegó un ejército de caballeros europeos renegados a la cuidad, y fueron recibidos alegremente dentro de la ciudad como aliados. Sin embargo, para su gran sor- presa y pena, los ciudadanos de Constantinopla tuvieron que presenciar el saqueo y pillaje salvajes de su ciudad por estos mismos “aliados”, quienes destruyeron no solo grandes obras culturales, edificios y otros, sino que robaron mucho de su riqueza y rebajaron la capital a ruinas. Los latinos quitaron el emperador bizantino, e instalaron un latino occidental, quien gobernó por cincuenta y cuatro años. Cuando los griegos pudieron retomar control de su propia ciudad, ya era tarde. La ciudad estaba en ruinas, su poder económico roto, y su imperio reducido esencialmente a la misma ciudad. Lo más doloroso era perder toda la región cristiana al sur (hoy Turquía; entonces llamada Anatolia). Esta región, además de haber sido evangelizado por los mismos apóstoles, era rica en agricultura. Sin embargo, los turcos musulmanes habían destruido sus ciudades, convirtiendo la región en pastos estériles para sus ovejas. Éfeso fue dejada en ruinas en 1308. Nicea cayó en 1331 y perdió significancia. Antioquía fue conquistada también, habiendo sido la tercera ciudad del imperio Romano. Terminó en ser una ciudad insignificante excepto por sus muchas ruinas.

El resultado de la conquista musulmana de Asia Menor fue la desaparición de cultura y productividad, reemplazadas por rapiña, esclavitud y pobreza. Millares de cristianos fueron capturados y vendidos como esclavos; es decir, los que sobrevivían la toma violenta de su ciudad.

La división del cristianismo entre oeste y oriente contribuyó grandemente al debilitamiento de ambos, en este caso, a Constantinopla. Cuando los griegos retomaron su ciudad, Roma amenazaba con volver a atacarla, y el emperador bizantino temía con justa razón un ataque del oeste. Debido a esto, en el año 1303 el emperador Andronikos II le abrió las puertas a un soldado mercenario llamado Roger de Flor, quien había peleado en Sicilia, Italia y España, acompañado de sus ocho mil mercenarios. Llegando en siete barcos, su misión era defender Constantinopla contra ataques desde el Oeste, y también asistirlos en contra del creciente imperio turco Otomano. Roger y su bando eran conocidos como “La Gran Compañía Catalán”. Sin embargo, lo que Androkinos II no sabía, es que era reconocidos como los peores mafiosos, crueles, traidores, deshonestos y desleales que hubo en el siglo xiv, estafando y traicionando a todo rey que los contrataba.

Androkinos envió a Roger contra los Otomanos, contra quienes primero peleó, para luego unirse a ellos. Durante doce años la Compañía Catalán saqueaba, torturaba y mataba a cristianos, y según reportes, obligaban a los padres a mirar mientras sus hijos, llorando, eran empaladas frente a sus ojos. Destruían granjas, dejando a los agricultores a morir de hambre. Quemaban pueblos enteros. Llegaron a ser más odiados y temidos que los mismos turcos, y solo pudieron poner fin a su terror con buen estilo bizantino. Los invitaron a un gran banquete en Adrianápolis, donde Roger y sus capitanes fueron asesinados, junto con otro mil de sus guardaespaldas. En el año 1315 fueron finalmente y totalmente echados, pero habían dejado más arruinadas las débiles finanzas de Constantinopla y más desacreditada su reputación.

Hasta este momento en la historia los golpes contra la integridad de la ciudad de Constantinopla, el imperio bizantino, y la Iglesia oriental venían desde afuera. Los musulmanes no habían podido pasar a Europa porque no habían podido pasar por el trecho angosto de agua y tierra que ocupaba la ciudad. Sin embargo, en el año fatídico de 1349 los bizantinos mismos abrirían la puerta, y todo por pelearse entre ellos mismos. Mientras los sultanes, al heredar la corona, simplemente estrangulaban o de otra manera mataban a sus hermanos rivales, los griegos se peleaban la corona con intrigas o estratagemas. En esta ocasión, al morir el emperador en 1341, dos familiares pelearon el trono. Uno de ellos, coronado como Juan VI, había dado su hija en casamiento al sultán turco a cambio que ella podía permanecer como cristiana, petición que fue honrada por el sultán. En dos ocasiones Juan VI pidió auxilio a su “yerno” musulmán, y recibió apoyo en su guerra civil. Y cuando Serbia atacó a Tesalónica en 1349, Juan VI pidió ayuda de nuevo, y veinte mil turcos cruzaron los Dardanelos a tierra europea. Salvaron a Tesalónica, pero ahora los turcos estaban en Europa, y pasarían tres siglos durante los cuales Europa casi caería en sus manos.

Rápidamente los musulmanes forzaron camino hacia adelante, capturando otras ciudades europeas. Los siguientes sultanes turcos conquistaron toda Macedonia, Bulgaria y Serbia, y para el año 1389 Constantinopla estaba totalmente rodeada por turcos musulmanes, y alcanzable solo por mar. Gradualmente los turcos se prepararon para la batalla final contra Constantinopla. A pesar de pedir auxilio a Roma, la respuesta a los griegos fue negativa.

Uno de los preparativos claves que hizo el sultán Mehmed fue la construcción de un cañón monstruoso que medía 28 pies de largo, capaz de disparar una bola que pesaba mil doscientas libras. Cuando dispararon la primera prueba, se oyó a una distancia de 10 millas, y la bola se enterró seis pies en la tierra. Requería quince yuntas de bueyes para moverlo y setecientos hombres para operarlo. Se podía disparar solo siete veces al día.

Mehmed inspeccionó personalmente los muros de la ciudad de Constantinopla, que ahora estaba resignada a tener que tratar de resistir el ataque solos, sin la ayuda de nadie. El ataque comenzó el día 7 de abril, 1453, con una fusilada de cañones contra los muros, con el monstruo en medio de todos. El sitio había comenzado.

Los turcos tenían casi rodeada la ciudad de barcos, excepto por una porción del río barricada contra el ingreso de otros barcos. Mehmed ordenó a sus barcos tratar de romper la barricada, pero fueron repelados por los barcos cristianos, después de una pelea feroz entre ambos navales. Los cañones seguían bombardeando los muros, mientras los de la ciudad los reparaban todas las noches. Sin embargo, sabían que era una tarea destinada a fracasar tarde que temprano. No podían seguir reparando para siempre. Las cosas se empeoraron, y los de la ciudad rogaban a su emperador a salir de Constantinopla, y refugiarse a salvo para que un gobierno bizantino perdurara en su nombre de alguna manera. Se negó a salir de la ciudad, prefiriendo morir con su pueblo.

Los bombardeos continuaron por siete meses, sin que un solo turco hubiera podido entrar a la ciudad. Mehmed estaba furioso, y ya no aguantaba su ira. Preparó para un asalto masivo final, y los de Constantinopla podía ver los preparativos gigantescos de soldados y armamentos. Se abrazaron en despedida los unos a los otros, y fueron a la Iglesia la Hagia Sophia para la última liturgia celebrada en ella después de su construcción novecientos años antes. Oraron a Dios, sonaron las campanas mientras se oía el estruendo del ataque de los cañones, y salieron a pelear su última batalla.

Dentro y fuera de la ciudad la batalla rugía, hasta que los turcos descubrieron una puerta que por accidente no  se había asegurado. Entraron en la ciudad algunos turcos, clamando que había caído la ciudad. En la confusión, los cristianos afuera volvieron a entrar a la ciudad, pero los turcos los siguieron como caudal, y cayó la ciudad en manos turcas. Como de costumbre, los musulmanes masacraron hombres, mujeres y niños en masa. El emperador se había lanzado a la pelea, y fue descuartizado bajo las cimitarras turcas.

Muchos se habían congregado en la Hagia Sophia mientras los turcos derramaban toda la sangre que podían en  las calles. Después de horas de matanza, gradualmente los musulmanes recordaron que muchas de estas personas valían más vivas que muertas -como esclavos. Entraron a la Iglesia derrumbando sus puertas, y mujeres y niñas fueron violadas en el sitio, mientras los turcos peleaban unos contra otros por llevarse a las más bonitas. Los infantes y los ancianos fueron aniquilados de una vez como inútiles. Los otros fueron amarrados con sogas como ganado, y llevados a los mercados turcos para ser vendidos como esclavos en este negocio lucrativo de los musulmanes. Mucho de la ciudad fue demolida, las iglesias con su arte despedazadas, las bibliotecas destruidas. Los nobles de la ciudad fueron ejecutados, afirmando su fe en Jesucristo. Uno de ellos, el duque Lucas Nostras, fue sentenciado a muerte junto con sus dos hijos. Miró su decapitación sin derramar lágrima alguna, sabiendo que morían en la fe, y se sometió sin protesta a la misma suerte.

Ahora nada impedía el ataque directo de los musulmanes a Europa. Constantinopla había sido la última barricada de este imperio violento expansionista, y ahora yacía en ruinas. Y proceder adelante lo harían los turcos, intentando la toma de la misma Europa. Su derrota en Hungría, por la providencia de Dios, sería otra historia. Ya se había concluido de manera muy triste este paso.

CONCLUSIÓN

Con el cambio de un solo factor, toda esta historia hubiera sido muy diferente. El debilitamiento y descenso de Constantinopla se debió claramente a luchas, divisiones, y peleas internas entre los que debían apoyarse. Cuando los cristianos del oeste saquearon a Constantinopla, cometieron uno de los crímenes más viles de toda la historia. “Amigos” y “hermanos” llamados a apoyar se volvieron contra su propia familia cristiana motivados por mera avaricia, codicia, y los impulsos más bajos. Imperdonable quedará registrada esta barbaridad para toda la historia.

Sin embargo, el último paso en el fracaso de Constantinopla fueron los mismos griegos, peleando entre ellos, ¡invitando a los turcos a ayudarles contra sus propios ciudadanos! Esta última división interna terminó mostrando hasta qué extremo el deseo de poder y dinero confunde la buena razón. El hombre, creyéndose más astuto que el otro, por su sed de poder y riqueza, es capaz de ejecutar voluntariamente su propia sentencia de muerte.

Si fuera por las acciones de los “cristianos”, los musulmanes habrían tomado Europa, y el Oeste habría sido musulmán desde 1500 en adelante. La providencia de Dios actuó de otra manera, por lo cual podemos darle gracias al Dios soberano quien impide nuestra propia locura. Sin embargo, la lección amarga de todos estos eventos no debe escaparnos.

La lucha entre hermanos, las peleas internas, la búsqueda de poder personal, solo traerá fracaso, y posiblemente grandes consecuencias horribles. En el caso de Constantinopla, es incalculable el sufrimiento por muerte, violación, esclavitud y separaciones que tuvieron lugar. Para nosotros que no hemos experimentado estas cosas, son meramente una historia. Sin embargo, seres humanos vivieron en carne propia las tristes consecuencias finales del orgullo humano, el egoísmo humano y el descuido de algo sumamente importante para todo éxito-la unidad.

No debemos dejar de ver el golpe dado al mismo cristianismo con la caída de Constantinopla. Ahora la religión musulmana sería impuesta. Las obras misioneras se estancarían. Muchos cristianos vivirían ahora bajo opresión a veces cruel y violenta. La región entraría en una etapa oscura para el Evangelio hasta hoy.

Nuestras luchas hoy en día no acarrean la caída de un imperio. Sin embargo, el hecho de que las consecuencias son inferiores no las justifica. En primer lugar, toda expresión de orgullo, egoísmo y arrogancia son un afrenta profunda contra Jesucristo, el Cordero de Dios quien dejó la gloria que tenía con su Padre, y dio su propia vida por nosotros. En segundo lugar, no sabemos el alcance de nuestras “pequeñas” luchas. No podemos saber el daño que hará nuestro mal testimonio. No sabemos qué persona clave rechazó el cristianismo por causa de nuestra necedad. No sabemos cuáles oportunidades perdimos porque estábamos “peleando el trono” entre nosotros, mientras el enemigo preparaba cañones monstruosos. No sabemos cuántos se desanimaron y dejaron de servir con ánimo porque fuimos causa de enfriamiento.

Hay ocasiones cuando el cristiano es llamado a pelear, por supuesto. En estas ocasiones debemos revestirnos de dos cosas: 1) certeza que el enemigo presenta una amenaza real a la fe. No todos los enemigos de la fe presentan el mismo grado de peligro. Con algunos no vale la pena perder el tiempo; 2) valentía a dar nuestra vida por la causa de nuestro Señor.

Un problema común entre los cristianos ha sido, y siempre será, tildar a algunos que realmente son amigos como enemigos. Esto sucede por varios motivos, uno de los cuales es la cobardía. Como los verdaderos enemigos por lo general son fuertes, el cobarde crea enemigos de los que realmente no lo son, y marcha en triunfo contra quienes ni siquiera quieren pelear.

Otro motivo es el que ya vimos en los casos con Constantinopla: el orgullo, egoísmo o avaricia. Algunos buscan con la destrucción de otro su propio ascenso, cosa que solo se logra en el plano humano, pero no celestial. Así dijo nuestro Señor Jesucristo, que entre las naciones impías los “grandes” son los que son servidos, pero en su reino los más grandes son los que más sirven. Los acontecimientos de la historia nos pueden enseñar lecciones muy importantes sobre prioridades y consecuencias. Es mi humilde opinión que la caída de Constantinopla nos ofrece una advertencia trascendental sobre ambas.

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